Su cuerpo tenía una piel amarilla y de todos los que había, el de un humano, pensaba. Un nombre era justo tan limitado como la orgánica piel que la cubría. Su pelo de paja, sus ojos oscuridad, al verlos de noche me sentía, y en dicha noche amatista era su húmedo iris salado; Gris y alado, pez de las suaves dunas, que en su lomo escamado la lleva, tenía una cresta horizontal cartilaginosa, tenue, en forma de concha que cautelaba no olvidarla en alguna pasada ola de arena. Blanca arena y que ligera, como el talco. Uno podía ir caminando con el físico requerido para aguantar el agotado paso.
Y vehemente salía la trucha, y caía zarandeándose bajo las dunas.
Éste es el desierto de los ecos, que reflejan al espacio, es cosa de las reverberantes rocas largas que preservan el susurro más tímido en los pistilos vibrantes de esas flores violetas y rojizas que crecen a tropiezo de las grietas; al combado vasto valle cristalino y moteado, océano de polvo, que al planeta parece abollado. Este no es lugar para necios. Sino todo un desafío para sabios viajeros metamórficos, maestros telépatas, brujos dimensionales buscando algún poder psíquico oculto en estos bordes materiales; cuan voz en mente permaneciera calmada, pues es temido mezclar también en el aire hasta la más pequeña pulsión de algún pensamiento intuitivo, apenas con un zumbido rígido del panal cognitivo basta, para agonizar a locura de un cambio exagerado y brusco de personalidad. Distorsión tal que un onoma moldeable es el cielo, y cada brisa lleva abrazada celosa un rebuscado secreto, difuminándose en corrientes de ondas y en fluidos etéreos su orquesta extendida de voluntad falaz.
El Sol que no es fuerte, más bien tibio, pero que deja ardor en las mejillas, un espectro de ruindad imprecisa que troncha a destello, por eso tu piel ya rojiza. Más quema la sombra, por desdén de luz.
Venía con gracia y perdida, venia sin agua, a saltos con zigzagueante dominio. A la tarde vino el descanso, el pez que montaba iba al fondo, se hundía hasta llegar a lo húmedo. Ella ahí tirada, buscando quién sabe se qué cosa, arrullada por el viento que la movía como un papel en blanco sobre una superficie lisa, divisando algo que hay en el azul entre las estrellas y la tarde, entrecerrando las ranuras carnosas de los ojos donde las pestañas cambian la forma de los astros. Ella olvidaba, en el presente era lo único en donde se creía. Extendida al cielo de brazo a brazo. Otorgada.
En lo pronto, una caricia tocó la punta del dedo más largo de su mano izquierda, una tarántula transparente de un interior violeta que orbitaria torno a ella. Giró la cabeza y miró de lado los ocho ojos naranjas como de plástico, fijos en los dos suyos. Comenzó a levantarse con el cuello flojo, sin dejar de mirarse, mientras la araña la rodeaba. Con el cabello a medios ojos, así, parecen más grandes. Se levantó, sentada con las piernas estiradas en V. Caminando en un circulito, llegó a montarse en ella, tocando la piel carmesí y arrugada de la rodilla cuando la pierna está estirada con sus velludas y puntiagudas patas, agudizando la conciencia como una nota chueca tocada al azar de un instrumento viejo, que le erizó la vértebra, armonizando su alma silvestre ya andada, escalofriante le seguía, con ojos de gel moreno adornados de pestañas florecidas, al centro y se detuvo. La escena que era, la tarántula y sus pequeñas huellas a semicírculo en un sombreado atardecer perenne, la muchacha ahí, encorvada, inmóvil, con las muñecas dormidas en los muslos. Se sintió la araña, se vio desde afuera, ahí sentada envuelta en trapos, con sus pelos torcidos, con sus manos y dedos, la cabeza salida, los labios frágiles de pan esponjado, con la nariz limpia de terciopelo; la que respira hondo volviendo, estira la columna hacia delate y la toma delicadamente con las yemas, se la lleva a la boca que más abre mientras la mete y que muerde antes de meterla completa reventando el liquido púrpura que tenia en la fóvea manchándola en los dientes, en las uñas, el cuello, oliendo la mano, excitada, abriendo las cejas, lamiendo sus dedos con el labio, la lengua... Ese agrio y lechoso veneno poco dulce con la trabada sensación que posee la sangre.
Salieron muchas más de la arena, las sentía venir escarbando a superficie, pues tenía los pies a medio enterrar, e hizo retraerlos. Ahí, emergiendo con sus patas lánguidas, rodeada de escurridizos licósidos a todos tonos, de morado a malva; un brote de flores, de pardos translucidos y moteado naranja. No miró a una, sino a todas, a vista panorámica con el cuello largo, humectado con la sangre de sus hermanas, cerrando ambos parpados con una inhalación exótica, con la cara un poco inclinada al cielo recibiendo a la lenta noche, calmada. Las panzas luminosas avivaron bajo monumentales sonidos... Aquí nada pasa inadvertido, asertiva la manera con la que trata de acariciarlas todas juntas con los pies, a las incandescencias, esos corales fluorescentes. Se expande cada onda, a cada pasito de una, como lluvia con tos. De pronto, el universo se acomodó con la imponente presencia que se le atribuye, desvaneciendo al cielo. Y se van las tarántulas, despacio, todas juntas, con los puntitos negros fijos aún en ella, desaparecieron meneándose; el inmedible, con su explendicidad agujerado por alfileres, tocaba las dunas.
La arena es fresca, se queda cada noche por ahora azul con su vitalidad blanca y sumergible. Merodea somnolienta una capa de niebla a ras del suelo, poco visible. El pez, seguro ya ahogado; los pies desnudos a paso terso, que se metía al olor apenas férreo que hay entre los dedos. El ambiente a descuidado tiempo, se había tornado entonces: beige grisáceo y el espacio escarlata, terracota. Y la bruma espesaba mientras pasaba las piernas, como acuosa.
A menudo se tocaba la nariz pensando que le salía sangre, son no tan comunes ni tan extraños los espejismos mentales, o la repentina lucidez onírica de un sueño por meditación deambulate. Pero reconfortó la mente y abrió los poros al agua a hidratarse, había desarrollado esa habilidad, la de absorber las partículas de agua que flotan en el aire, la había aprendido de aquella pantanosa criatura ártica de los Pozos de Andrew que resultó ser una bruja no muy despierta pero respetada. Mas esa es otra historia.
Se pinchó el dedo gordo con un pequeño cactus redondo, y alardeo un quejido, el que escucho por una media hora en tanto se paseaba en esa hectárea cactácea. Unos muy altos, otros muy flacos o muy espinosos y con tallos hinchados de jugo. En realidad es muy pequeño el aérea. Notó una curiosa secuencia en donde plantados vivían todos, formando un espiral que se distingue casi, pues las espinas torcidas y largas en los fornidos y antiguos cactus con florecillas zigomorfas, o enormes hermafroditas; densan a cerrar la vista.
Al llegar del incrustado y tosco, al centro, está un cactus robusto y negro, alrededor, un anillo de fina bruma casi de agua, circulando tranquila. Ya algo más amplio y limpio como un borrón de los tallos doblados, amarillentos, verde ocre y rojizo, un borrón de la reja de púas de punta quemada y de sus flores de polen rancio.
En el cactus hinchado de ahí delante tiene un hueco ovalado, es viejo e imperfecto. Al que se ha quedado mirando, aquí sentadita, desenroscando las orejas para el oído. Retomándose. Yo sé bien a lo que te has olvidado y viniste dispuesta a encontrar, a encontrar algo que ni siquiera buscaste, porque desde ese instante era tuyo. Trajiste aquí nada más que tus sentidos, y por ellos permíteme presentarme. Soy todo el presente que has olvidado y el de los que aquí se pierden, y ella mirando mis ojos redondos, nublados olivos, naranja. Con ellos nada veo, te digo. Con tus ojos, mi aspecto de ave terrible, desplumada que ha sido ruido; yo soy el lugar donde vienen los que se escapan, niña, me gusta retorcerme en el trazo colorido que deshechan a el ciego presente. Sé, mujer, a que has venido y ya puedes irte, ya eres completa. Que te he contado ya tu historia.
[La niña, se levantó de su improvisado loto, arrancó una gruesa espina rosa pastel quemado del milenario cactus negro y con una pequeñita sonrisa, se fue espinándose.]
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